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por Agustín Molina y Vedia

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Del cruce entre la antropología introspectiva y el mandato «hazlo tú mismo›› nació El jazz en acción, de Robert Faulkner y Howard Becker.  Cándidamente, sin grandes polémicas, estos dos músicos-sociólogos repasan aristas vibrantes de la historia del jazz estadounidense. Fieles al estilo sosegado y contenido de sus antecesores, privilegian una narración, por momentos meramente descriptiva, de la escena musical jazzística, renuentes a la teorización abstracta. De manera oblicua, sin embargo, aluden a debates cruciales sin intervenir explícitamente en ellos. Esta participación amable ahorra energías en la exposición y, principalmente, desafía a la lectura presentándole viñetas cuyo significado no siempre es evidente. A continuación repasamos algunas de ellas.

I Días de radio

El control del espacio aéreo, sabemos, forma parte esencial de la soberanía. Si las primeras imágenes convocadas por esa figura nos remiten a bombardeos y demás escenas bélicas, la historia reciente, tan reciente que, parafraseando a William Faulkner, ni siquiera es historia, nos advierte que dicha soberanía recae también sobre las ondas que recorren la nación.

Regular las longitudes de onda es, como todo asunto de gobierno, impedir y habilitar. En los ‘30, la Administración Federal aseguraba la existencia de clear channel stations, estaciones de radio que, por la noche, gozaban de una longitud de onda exclusiva en todo el país, interferidas solamente por accidentes geográficos y vicisitudes climáticas.Del Pacífico al Atlántico, Benny Goodman, Glenn Miller, Artie Shaw.

Un modo de interpretar esta difusión vería en ella el avance homogeneizante de la industria cultural, del aplanamiento intelectual y emocional a gran escala. Sin dejar de sentir cierta simpatía por esta invectiva, exploramos, con la ayuda tenue de Faulkner y Becker, otras irradiaciones.

Las transmisiones nocturnas de alcance nacional se presentan entonces como una ocasión para experiencias y despertares diversos. Un niño, futuro bajista, alejado de los centros urbanos con escenas musicales dinámicas, escucha a escondidas el jazz proveniente de Chicago cuando sus padres lo figuran dormido.  Becker, un adolescente de Chicago, por su parte, entra en contacto con la música de la Costa Oeste y  oye el aplauso de un público que no se contenta con bailar y escucha atentamente a la orquesta de Gene Krupa. Composiciones del período son aprendidas de oído por una cantidad extraordinaria de músicos potenciales que, en décadas posteriores, se encontrarán para crear e improvisar nuevas formas a partir de ese acervo común.

En tiempos de segregación, bandas exclusivamente blancas llegan a un público negro a través de la radio. Las imposibles interacciones cara a cara, las evitadas copresencias, quizás pudieran anticiparse, y prepararse, a distancia. Como lo resumió recientemente Robert Wyatt, de quien esperamos escribir próximamente, chicos blancos estaban escuchando música negra y chicos negros estaban escuchando música blanca mucho antes de que pudieran encontrarse socialmente en los mismos lugares.

¿Puede hacer tal cosa la música? ¿Somos ingenuos, nos dejamos engañar por una coincidencia superficial sin importancia? Intentos recientes emprendidos en Medio Oriente no hacen más que renovar el interrogante.

II Ilegal, ¿yo?

Una cierta miopía histórica, acompañada de muchas otras, suele acompañar los reclamos anclados en la propiedad intelectual. De modo oblicuo, Faulkner y Becker arrojan pistas para repensar la relación de la música con la legalidad y, más generalmente, con la normatividad.

El florecimiento de la cultura rara vez se da en contextos idílicos. Más acá de lo que nos gusta imaginar, los autores delinean, a través de ejemplos dispersos, una imagen  de las circunstancias de origen y desarrollo del jazz que contrasta a un tiempo con la de un espacio de prolija adaptación a la norma y con la de bajos fondos maravillosamente contestatarios.

En las décadas del ‘20 y el ’30, leemos, Kansas City se contaba entre los centros más dinámicos de los Estados Unidos en materia de jazz. ¿La razón? Ni un universo prolijo y convencional, ni una maravillosa pulsión libertaria. Antes bien, fue el accionar del Boss Tom Pendergast el que acordó un carácter excepcional a la escena de esa ciudad. En el marco de la Gran Depresión, Pendergast demostró gran habilidad para sostener el nivel de actividad económica pulsando dos resortes fundamentales: el juego y la bebida. Difícilmente encomiable, este fue el campo de proliferación de las jam sessions, espacios de experimentación y creación de importancia invaluable en el desarrollo del jazz.

Curiosamente, el hecho de que la música fuera allí un elemento secundario, instrumentalizada con el fin de atraer clientes, otorgaba una mayor libertad a los ejecutantes. Antes de constituirse definitivamente como una música popular para ser escuchada, el jazz encontró un aliciente en la indiferencia del público. En lugares de evasión del orden legal, consagrados a la ingesta de bebidas espirituosas, la sordera y el desinterés del público se convertían en aliados de la invención musical. El énfasis en las prácticas prohibidas desmarcaba a los músicos de las odiosas exigencias de un auditorio demasiado atento.

Al rememorar sus inicios como músico profesional, Becker evoca un encuentro furtivo  en el que adquirió copias manifiestamente ilegales de las partituras básicas editadas por Tunedex. Violaba, a sabiendas, los derechos de autor que ligaban a dichas partituras con la Sociedad Americana de Compositores, Autores y Editores. Contados son los libros en que un sociólogo discute abiertamente sus conductas ilegales. Aunque la ofensa ha prescripto, Becker y Faulkner se encargan de apuntar las formas contemporáneas de esa práctica: sin recalcar su carácter ilegal, mencionan a la descarga de música por internet como una vía fundamental de la conformación del repertorio de los músicos profesionales actuales. Los músicos también violan los derechos de autor.

La ilegalidad, vale aclarar, no es exaltada sino constatada. Fieles al pragmatismo, Becker y Faulkner se interesan en cómo ocurren efectivamente las cosas y en su economía no hay lugar para el derroche moralista ni para el festín transgresor.

III Y si la creación no fuera espontánea, ¿qué?

La sociología, con honrosas excepciones, no mantiene una buena relación con la creación. Habitada por la compulsión desmitificadora, policía de ilusiones, enemiga de las tan mentadas “naturalizaciones”, señala, como un pariente molesto, los puntos ciegos del autorretrato artístico. Leyendo algunas liner notes de discos emblemáticos, cancheras, empalagosamente ditirámbicas y celebratorias de la supuesta excepcionalidad sobrenatural de los gigantes del jazz,  no podemos dejar de agradecer los servicios prestados por la sobria sociología.

Hay espacio para tales operaciones en El jazz en acción. Los músicos que se encuentran por primera vez, sea en el viscoso escenario de un club nocturno o en el entorno protector de un estudio digno de encuentros ilustres, disponen de un conjunto de recursos y acuerdos compartidos que, desconocidos por la mayoría de los oyentes, facilitan su interacción soterradamente. De acuerdo a Becker y Faulkner, no se trata tanto de que los músicos conozcan las mismas canciones sino de que acuerden en determinados elementos: el patrón rítmico, la tonalidad (con sus correspondientes progresiones armónicas, que los autores discuten con bastante detalle en el libro) y la estructura de la canción, esto es, la sucesión y repetición de sus partes.

Conocedores de los trucos de oficio de los que disponen los músicos profesionales para llevar adelante una presentación exitosa, Becker y Faulkner los describen minuciosamente, explicando las reglas que rigen un mundo del que, de una manera u otra, han formado parte.

Una vez descartadas las “ideas románticas de creación espontánea que rodean al jazz”, es importante rescatar la existencia efectiva de procesos creativos. Ciertamente, los mismos ocurren al interior de una frondosa tradición que aporta un sostén para la producción novedosa. Sin embargo, el pasado no explica enteramente al presente. En distintos momentos del libro, los autores mencionan formas particulares que adoptó, en el mundo del jazz, el diálogo entre el acervo pasado y la creación presente. Revisemos algunas de ellas.

La partitura se ubica, en principio, en las antípodas de la improvisación, forma eminente de la creación. Llevada al extremo, aparece como la cristalización de la voluntad incontestable del compositor. Es, además, una referencia normativa para la ejecución en vivo que parece coartar, o al menos limitar severamente, los raptos momentáneos. Si bien dicha concepción podría cuestionarse aún para el ambiente clásico, las partituras de jazz son particularmente propicias para una reformulación del problema. Apoyados en las consideraciones de Barry Kernfeld, Becker y Faulkner enfatizan la importancia del pasaje desde la partitura convencional hacia la tablatura. Esta última, que se  limita a presentar los símbolos de los acordes, es el complemento escrito de un modo peculiar de transmisión: heredar una canción es transformarla, reinventarla o, al decir de Kernfeld, falsificarla. Hay un mandato de irreverencia que configura  una relación recreativa con el pasado.  El soporte material de la tradición supone y alienta, por lo tanto,  un espacio  irreductible, protegido de espontaneidad constitutivo de esta forma musical.

Por su parte, el juicio acerca del valor de una determinada canción no es, para nuestro dúo, ni definitivo ni infalible. El basurero de la historia está, desde esta perspectiva, repleto de composiciones con méritos equivalentes a los de aquellas que han perdurado como standards. ¿Qué determina ese destino dispar?  Si hemos de creer a Becker y Faulkner, los grandes músicos juegan aquí un papel fundamental. Originalmente corrientes, las canciones interpretadas por grandes héroes del jazz se difunden hasta estabilizarse en el repertorio obligado de los músicos profesionales. Este recorte es siempre provisorio, pues siempre es posible revolver la basura y rescatar lo descartado.

Sólo que aquí la reactivación de viejas tonadas implica, casi siempre, una relaboración. Becker y Faulkner enumeran, a lo largo del escrito, modalidades de reinvención de lo pretérito que van desde la combinación de dos canciones clásicas en una nueva unidad hasta la incorporación de elementos característicos de otros géneros musicales (los autores enfatizan especialmente al pop de los ´60 y a la música popular brasileña) que permiten imprimir un sello propio a la interpretación de temas trajinados.

III Continuación. La pregunta de la nona

En Después de la música, Diego Fischerman recrea la escena de una conferencia que Luigi Nono dio en Buenos Aires en 1985. Nos ubica en un centro barrial que congrega a un auditorio diverso. Allí, nos cuenta, Nono debe sobrellevar una retahíla de consultas técnicas. Inesperadamente, una señora levanta la mano para preguntar qué es la música contemporánea. La imaginable vergüenza ajena de los asistentes es interpretada por el moderador, que intenta, de forma poco contemporánea, clausurar el giro indeseado pasando a otra pregunta. Nono lo interrumpe: “Un momento. Esta es la primer pregunta que se me hace que tiene sentido y es la única que vale la pena contestar”.

En El jazz en acción, Becker recuerda una charla dada en conjunto con Ralph Gleason en Berkeley. En la ronda de preguntas, sucedió algo similar: “La primera pregunta provino de un sociólogo que nos pidió que explicáramos la relación del jazz con el concepto de sociedad de masas. Nos esforzamos en responderle. La segunda pregunta provino de un joven con fuego en los ojos, quien se dirigió a Gleason más o menos así: ‘Hombre, o sea, mirá, leí tu reseña sobre Charlie Mingus y mirá, hombre, perdoná, lo siento pero simplemente metiste la pata, hombre’. Esa se la dejé a Ralph. Pero la que nos derrotó a los dos provino de una anciana con un fuerte acento vienés: ‘Ambos han empleado ese término, improvisación. Por favor, ¿podrían explicarme qué significa?’”. Las preguntas obvias, las que puede hacer cualquiera, esas hay que contestar. Ahí te quiero ver.

En línea con lo que ya hemos referido, Becker y Faulkner comprenden a la improvisación como una combinación de la espontaneidad con algún formato previamente dado. Así, la improvisación contiene siempre un elemento de reproducción y otro por el cual la obra musical se crea “mientras se está ejecutando”. Este esquema simple podría iniciar una travesía compleja: la de replantear la imbricación entre espontaneidad y creación, no para eliminar a la primera, sino para reconocer su presencia allí donde se la supone inexistente. El estudio de los marcos convencionales implícitos en las aventuras de improvisación se vería de este modo complementado por el análisis del papel de la espontaneidad en las formas aparentemente calculadas de creación. Este nexo entre creación, interpretación e improvisación adopta formas históricas diversas, infinitamente más interesantes que un esquema abstracto de sus relaciones.

La especificidad del libro de Becker y Faulkner es, en este como en otros aspectos, una de sus mayores virtudes.

IV El imperio de los sentidos

 

Becker tuvo, en su juventud, un profesor de piano ciego. Menos célebre que otros pares no videntes, Lennie Tristano fue el encargado de instruirlo y, luego, cruel tarea de los pedagogos, de desalentar sus esperanzas de ser un gran pianista.

Becker recuerda el énfasis de Tristano en la práctica repetitiva del “círculo de quintas”, nomenclatura alternativa de la progresión II-V-I, sucesión de acordes recurrente en distintos géneros populares (el lector encontrará una explicación detenida y accesible de la misma en El jazz en acción).  Tristano, en realidad, le enseñó algunas variaciones que podían hacerse sobre ese patrón e insistió en que Becker las ejecutara hasta que pudiera tocarlas dormido. Curioso consejo viniendo de un ciego. ¿Era una invitación a unirse a su condición? ¿Qué es tocar dormido si no es simplemente tocar con los ojos cerrados?

Cuando se ejecuta, la vista es, al menos en ciertos instrumentos, una manera de supervisar lo que se está haciendo. Mirar es un modo de minimizar los errores. Tocar dormido es eliminar este y otros controles conscientes. Se puede tocar despierto sin abrir los párpados, no todo es sueño el de los ojos cerrados.

Otro sociólogo de Chicago con pasado musical, Richard Sennett, analiza un fenómeno similar. Apelando a las reflexiones del pianista clásico Alfred Brendel acerca de la interpretación de una sonata de Beethoven, Sennett piensa el proceso de aprendizaje como un movimiento desde el conocimiento tácito hacia el explícito y su retorno a lo tácito a través de la incorporación de hábitos. Más cerca del preconsciente que del inconsciente, lo tácito abarca todo lo que podemos realizar sin reparar especialmente en ello, aun cuando hayamos estudiado concienzudamente para desarrollarlo. La seguridad que provee ese conocimiento tácito es la que Tristano quería inculcar al joven Becker.

Pero si para algo sirve ser un pianista mediocre es para comprender que las cosas no siempre transitan carriles tan auspiciosos. La adscripción a la microsociología norteamericana no puede más que acentuar el interés por los momentos conflictivos en los que los acuerdos tácitos se quiebran, dejando en suspenso las actividades colectivas. En este caso, las de una orquesta de jazz en escena.

Becker y Faulkner ingresan, por lo tanto, en el mundo de los desarreglos musicales, de los desbandes momentáneos que acechan a los agrupamientos musicales. Así, presentan, de modo astillado, un ensayo sobre el papel  de la vista en el ejercicio musical colectivo.

A través de la mirada, los músicos son capaces de confirmar un acuerdo previo, pero también de negociar en el escenario modos de sortear las dificultades de una performance siempre abierta a la contingencia. Por medio de gestos, guiños, pequeños movimientos, pueden comunicarse, tal nos dicen Becker y Faulkner, “opiniones y actitudes” acerca de lo que está ocurriendo. Pueden, también por la vista, escudriñar las manos de sus compañeros para comprender en qué tonalidad están tocando cuando el oído necesita un relevo.

Es, a su vez, un espacio de expresión espontánea que muchas veces escapa a la intencionalidad consciente. En uno de los fragmentos más destacables del libro encontramos un ejemplo de esta libertad de la mirada: en el apartado dedicado a lo poco que un músico tiene que saber para desempeñarse competentemente en clubs de jazz menores, nos cruzamos con la aventura de David Grazian. Sociólogo interesado en la música, Grazian incursionó como saxofonista en los bares de blues sobre los que quería escribir su tesis. Allí se limitaba a tocar escalas de blues con una noción muy nebulosa de lo que estaba haciendo.

Un día, de sopetón, el líder de la banda le pide que improvise un solo. Sabiéndose incapaz de hacerlo, Grazian entra en pánico. Alejando el saxo del micrófono, Grazian busca desesperadamente las notas que le permitan salir del embrollo. Agitado, repara en la cara del baterista que, de acuerdo al relato Grazian, “revela preocupación, ya que confunde mi falta de competencia técnica con pánico escénico”. El guitarrista comparte el gesto de su camarada.  Llega el momento de su solo. Luego de producir una serie de sonidos cacofónicos logra dar con la tonalidad correcta. Para su sorpresa, el público aplaude, los turistas alemanes de una mesa cercana lo congratulan.

Mediante este y otros ejemplos, Becker y Faulkner introducen la idea de que un entrelazamiento complejo de sonidos, imágenes y palabras resulta de la interacción escénica. Accedemos de esta manera a la experiencia de músicos corrientes, situados en una escena frágil, pletórica de estímulos, excitante y atemorizante a un tiempo.

Sin duda, los autores no olvidan que la escena es un emplazamiento social, tanto por su contexto como por sus mecanismos de funcionamiento interno, y que si estudiamos individuos, lo hacemos en tanto constituyen “tipos de personas”. Pero tampoco ignoran, como lo evidencia su estilo expositivo, que el escenario es un espacio vital cuyas emociones vale la pena recuperar con atención a lo particular, a lo que no se puede generalizar porque ocurre una sola vez. Aquí y ahora. Lo viste, ya no lo ves.

V ¿Walt Whitman?

Sólo  al final del libro Becker y Faulkner dialogan expresamente con la tradición sociológica. Repasan someramente algunas definiciones de cultura, confirman su deuda con el interaccionismo simbólico y retoman el concepto de repertorio de Charles Tilly. No ponen mucho empeño. Tampoco lo hacen en la sección metodológica, relegada a un apéndice de dos páginas, en la que juran haber separado sus relatos autobiográficos de las ideas analíticas posteriores.

Más significativo resulta, creemos, el inicio del libro. Leemos allí una cita de Walt Whitman: “sin embargo, llegará el momento, aquí en Brooklyn y en todos los Estados Unidos, en que nada suscitará más interés que las auténticas reminiscencias  del pasado. Gran parte de ellas serán pequeñas memorias, crónicas personales y chismes, pero creemos que cada fragmento será siempre bien recibido por la gran masa de lectores estadounidenses”. Por extraño que pueda resultar, El jazz en acción parece inspirarse más en la profecía whitmaniana que en procedimientos netamente sociológicos (si bien, obviamente, abreva en ambas fuentes). La incorporación de memorias personales como elemento central da al libro un sentimiento único de movimiento, de tránsito entre registros -el conceptual, el histórico, el personal- que se nos ha enseñado a separar. En esa confusión de géneros reside el gran mérito de los autores: una audacia sin grandilocuencia, que no se anuncia ni se interesa por sí misma.

Es imposible determinar cuánto de su pasado y presente como músicos de jazz informa la propuesta de los autores. Lo que es indudable es que Becker y Faulkner lograron convertir a las reminiscencias del pasado, mecanismo caro al propio mundo del jazz, en la piedra fundamental del encuentro de la sociología con la narrativa.

Restituida la autobiografía, ya no está prohibido vivir.

Agustín Molina y Vedia